domingo, 12 de febrero de 2017

Un mal día




Cuando ella y yo nos levantamos con el pie izquierdo y el cambio climático, ese que no existe, hace que nuestra casa sea el polo, ese que no se está derritiendo (modo ironía on). Cuando ambos tenemos un mal día y ni la cuenta bancaria ni las noticias diarias sirven de orfidal para esta vida globalizada. Cuando ella llega hastiada de un curro de mierda, con unos jefes de mierda, en este país de mierda. Cuando en definitiva la vida no es más que ir tachando días en el calendario,  ella y yo tenemos un plan. Encerramos nuestro amor en la casa, con doble vuelta de pestillo. Abrimos una botella de vino, aliñamos unos pitillos y soñamos, porque todavía es gratis, con que si las cosa mejoran  hacernos un viajecito juntos.
Ella quiere volver a Chichén Itzá y llevarme de equipaje por el México Maya. Yo sueño con llevarla de la mano y callejear juntos por el Dublín de Joyce, y aunque casi nunca coincidimos en el destino, yo me dejo guiar por ella y ella por mí.
Atravesamos mares, océanos, ríos y recorremos de punta a punta los cuatro puntos cardinales.
Viajamos a todos los continentes, a todas las ciudades que nos apetece. Caminamos por selvas, cruzamos desiertos, paseamos por ruinas de otras civilizaciones o nos sumergimos en las grandes urbes como una hormiga más del hormiguero.
La lista de lugares es interminable, pero siempre que yo digo Australia  ella se akoala en el sofá y se pega mucho más a mí, casi tanto como cuando le propongo hacer el amor bajo una aurora boreal, ahí incluso tirita de frío, porque ella es más de bañarse en aguas cálidas y cristalinas. Yo soy más de tirarme de cabeza a las turbias aguas de la garganta del diablo
Y se nos van las horas, soñando, porque aún es gratis, insisto, recorriendo todos los lugares que jamás podremos visitar. Siempre que hacemos esto, el viaje termina en el mismo lugar. Nos hacemos habitantes de Macondo y nos volvemos dos personajes más de ese realismo mágico que Gabo nos dejó en herencia. Nos infectamos de sus tradiciones, de sus maldiciones y nos dejamos llevar por ese virus del olvido, y así como quien no quiere la cosa perdemos el conocimiento de las cosas. Nos olvidamos poco a poco del cambio climático, de la cuenta bancaria y sus números rojos, del trabajo de mierda con sus jefes de mierda en este país de mierda. Se nos borra de la memoria la crisis, la factura de la luz, las cuentas para llegar a fin de mes y así, como quien no quiere la cosa, poquito a poco le vamos dando la vuelta al día en ochenta mundos.

Auroras boreales



No nos conocíamos de nada pero allí estábamos ambos,  un poco inquietos quizás, en una aséptica sala de hospital esperando que llegara nuestro turno.
-          Resonancia magnética – musitó.
Esas fueron sus primeras palabras,  tímidas, inseguras, temerosas. Nos miramos en silencio y nos sonreímos por cortesía. No sé si fue la sonrisa o simplemente la forma de quitarse los nervios de encima pero de pronto comenzó a hablarme.
-          Siempre quise viajar a esa parte del mundo, no recuerdo su nombre ahora, donde se
forman las auroras boreales. Dicen que es un espectáculo digno de ver, si es que todavía queda algo digno en este mundo. Pero siempre fue mi sueño, hacer la maleta, sacar los ahorros del banco y llevarme a Amparo de luna de miel a esa parte del mundo, no recuerdo su nombre ahora, donde se forman las auroras boreales. Pero por una cosa u otra al final nunca me decidía y después llegó la enfermedad,  los tratamientos, las visitas a los médicos y al final Amparo nos abandonó -Tragó saliva y con la mirada perdida en sus ensoñaciones, mezcla de amor y tristeza, continuó hablando-.  Ahora me siento tan perdido que me da miedo hasta bajar solo a la panadería imagínese joven plantearme siquiera  viajar a esa parte del mundo, no recuerdo su nombre ahora, donde se forman las auroras boreales, pero dicen que cuando las observas después la vida te parece insignificante, algo así como cuando sientes el verdadero amor por primera vez.
Una enfermera salió por la puerta y sin apenas mirarnos pronunció su nombre. Él se levantó, no sin esfuerzo, y caminó despacio hacia la puerta
-          Espero que tenga suerte Javier y cumpla su sueño de ver una aurora boreal- le dije
mientras desaparecía.
Se giró hacia mí y con una tierna sonrisa me contestó
-          Espero que la suerte la tenga usted joven. Yo ya la vi. Estuve casado cuarenta años con
ella.